Las desventuras de Faustino Aranda. Arquitecto.
CAPÍTULO 1
Con el presente relato quiero hacer públicos los hechos que acontecieron en la vida de mi amigo, Faustino Aranda, en el día vigésimo sexto del mes de abril de mil novecientos setenta y cuatro y en los días sucesivos. Créame el lector cuando le digo que no quiero extenderme en detalles superfluos y que no lo haré en el futuro, pero en esta introducción es necesario hacerlo para comprender el desarrollo de la historia. Le ruego, por tanto, un poco de paciencia, esa de la que Faustino, Tino para los amigos, hizo gala en aquel año en el que iba a ver a su Fútbol Club Barcelona ganar la liga con Johan Cruyff como estrella, pero el destino se lo impidió.
26 de abril de 1974
Aquella mañana, Faustino Aranda había dormido un poco más de la cuenta. No era normal que a las siete y media no estuviese ya preparado para trabajar, pero, por cualquier motivo, se relajó bajo las sábanas al calor de la manta doble. Al levantarse, se dirigió directamente al baño para tomar la rápida ducha matutina que solía acabar con el agua helada. Decía que le protegía frente a resfriados y alergias. Tras el pertinente aseo se vistió con su traje marrón a cuadros, camisa blanca y corbata color vino tinto y anduvo hasta la cocina para preparar un café con el grano molido del tarro de cristal que, como cada tarde antes de marchar, Jacinta le había preparado utilizando un molinillo manual.
Encendió un cigarrillo mientras esperaba el gorgoteo de la cafetera italiana y repasó mentalmente el proyecto de la residencia Santo Tomás que tenía que presentar ese mismo día en Ministerio del Ejército y que ya llevaba un par de semanas de retraso. Tras dar buena cuenta de su café con leche, descendió por las escaleras que comunicaban con el estudio de arquitectura, situado en el piso bajo del antiguo palacete en el que tenía su vivienda y que él mismo se encargó de restaurar cuando empezaron a llegar los ingresos de los primeros encargos.
Y ahora es cuando comienza la asombrosa historia. Dos o tres peldaños antes de llegar al piso, Tino sintió un leve mareo y un ir y venir de luces parpadeantes en sus ojos. Sintió que se moría. Bueno… esto no era nada nuevo. Sentía que se moría un par de veces al mes, como mínimo. El menor dolor de cabeza, cualquier malestar estomacal o incluso una caída de cabello más abundante de lo normal era síntoma de una muerte inminente para Faustino Aranda. Tras el leve incidente, caminando despacio y apoyándose en las paredes, entró en su lugar de trabajo y accionó el interruptor de la luz. Pero no se iluminó nada, a lo que respondió con un gesto repetitivo y espontáneo subiendo y bajando el interruptor varias veces, inútilmente. Se puso una bata blanca que cogió del perchero junto a la puerta de entrada y se la colocó, abotonándosela hasta casi el cuello mientras percibía un extraño olor a rancio. “Es lo que deben oler las personas que van a morir…” pensó. Comprobó con su mano derecha que estaban bien colocados los lapiceros, rotuladores y bolígrafos en el bolsillo de la pechera y se dirigió a la gran sala en la que había diez mesas de dibujo con tableros inclinados, dispuestas de forma ordenada en dos filas y orientadas para que la luz entrara por la izquierda para que los delineantes desarrollaran su trabajo en las mejores condiciones. Pero, en aquél día soleado, había menos luz natural que la habitual a esa hora. “Debo estar perdiendo la vista poco a poco, hasta que llegue la completa oscuridad…”. Al levantar la mirada a los ventanales superiores, comprobó que los vidrios eran translúcidos. Translúcidos por una acumulación de polvo que enervaría a Jacinta en cuanto lo viera. Odiaba limpiar aquellas ventanas horizontales pegadas al techo que la obligaban a subirse a una escalera, a su edad.... Pese a lo escaso de luz natural y la ausencia de luz artificial, Faustino se percató del desorden en la sala de dibujo, por lo que encendió su mechero para ver papeles por el suelo, rollos de planos amarillentos, libros hinchados por la humedad…
Confundido, salió a la calle, y se sintió desorientado y asombrado. Veía rótulos maravillosamente diseñados, semáforos con cuenta atrás para los peatones, coches extraordinariamente modernos... ¿Qué era todo aquello? Se dirigió al Café Sobrino, que estaba casi igual que ayer, con su alicatado en la fachada y anuncios de platos combinados pintados en el vidrio del escaparate pero con un nuevo toldo de color verde. Al entrar observó en silencio a dos personas sentadas en los taburetes de la barra, en silencio, mirando un pequeño televisor plano que tenían en sus manos. Sorprendente. Inquietante. “Sin duda alguna, ya estoy muerto. Al menos no me ha dolido”, pensó. Miró al frente, se colocó las gafas que colgaban de su cuello y leyó el contenido escrito con tizas en una pizarra de publicidad de Mahou. Euros. Las cosas se pagan en euros.
Salió a la calle con ansiedad pero con la tranquilidad de saberse muerto y se dirigió a un quiosco dispuesto a ojear Cambio 16, pero no lo encontró. En su lugar, pudo ver junto a ABC otros diarios, El País, El Mundo… y en todos, una misma fecha, 26 de abril de 2016.
Esta es la forma como Faustino Aranda, por un hecho inexplicable ocurrido un día cualquiera se trasladó cuarenta y dos años al futuro… Este es el inicio de sus desventuras.
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